Hace un tiempo mi profesor de Redacción dijo una frase en clase: “A ver si vais a tener libertad y no vais a saber qué hacer con ella”. Nos estaba explicando la mecánica para escribir una columna de opinión y ningún alumno de la clase se atrevió a ser contundente en sus escritos. Había un miedo generalizado a mostrar el propio punto de vista, a abrirnos un poco a los demás.

Esa frase se me quedó dentro de la cabeza, dando tumbos para ver si así conseguía que el cerebro sacase algún tipo de conclusión de esas palabras. “… y no vais a saber qué hacer con ella”. ¿Era cierto?, ¿Esa libertad que tanto nos llena la boca al pronunciarla nos había dejado K.O. al conseguirla?

Es cierto que quién luego se atrevió a opinar aguantaba la respiración esperando que el profesor la tachase de mala o, al contrario, dijera que era buena.

Pero es una opinión, no se puede evaluar. Puede que la libertad de opinar nos haya dejado tirados en el suelo intentando reunir fuerzas para el próximo golpe por el mero hecho de que nunca podamos saber si está bien o está mal.

Es una opinión, no un argumento. Es una opinión, no una verdad. Es una opinión, no la realidad.

Ahora que tenemos libertad (y espero que capacidad) para opinar a través de las palabras, tenemos que enfrentarnos al siguiente asalto: qué hacer con esa libertad.